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CRÓNICAS
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hecha trizas toda la ropa y serias heridas en la espalda, con pérdida de varios trozos de piel, y herido, aunque levemente, Halstead; los demás resultaron ilesos.

Halstead, quien guardó el proyectil como recuerdo de aquel día, decía muy alborozado en su mal castellano:

—Cañón americano, mucho bueno.

Poco después llegaron al lugar del suceso el doctor Francisco del Valle y el farmacéutico Fidel Guillermety, y ayudados por el practicante del establecimiento, procedieron a la curación de los lesionados, que fueron trasladados a otra habitación. Casi todos estos prisioneros fueron puestos en libertad días antes de la entrega de San Juan, cuando ya el general Brooke estaba en Río Piedras, por los buenos oficios de Jorge Finlay y Andrés Crosas, así como también de Scott, manager de la Compañía del Gas.

Después del combate.—La tarde del día 12 se pasó bastante bien; nuevos hospitales de emergencia a prueba de bomba se habilitaron en los castillos, en la creencia firme de que la escuadra, que continuó todo el día en el horizonte, aprovecharía la noche para reanudar el bombardeo. En la ciudad, los habitantes que permanecieron en ella, y algunos oficiales francos de servicio, se dedicaban al sport de recoger proyectiles enteros—más de 200 de éstos se coleccionaron—, cascos y espoletas de otros; cada cual almorzó donde le convidaron, porque cafés y restaurants estaban cerrados; por la noche hubo una gran retreta militar en la plaza de Armas, que resultó bastante concurrida, dado el día de la fiesta.

Por la noche.—Todos los cañones y obuses estaban dispuestos, y sus sirvientes, envueltos en mantas, dormían al pie de los mismos, turnando en el servicio de retén. Las linternas estaban prevenidas para el tiro de noche y llenos grandes recipientes con agua de jabón para refrescar las piezas; abajo, los artificieros cargaban proyectiles, colocándoles espoletas de tiempo y percusión; a cubierto de las macizas bóvedas, médicos y practicantes disponían vendajes, algodones y frascos de líquidos diversos; se hacía el menor ruido posible, se hablaba y transmitían órdenes en voz baja; la ciudad estaba a obscuras, y ni aun se permitía a los transeuntes encender sus cigarros. Patrullas armadas vigilaban los recintos, y de cuarto en cuarto de hora se oía el ¡alerta!, que corría de puesto en puesto, y era contestado con el ¡alerta está! del último centinela.

A las ocho, o algo más de esa noche, sonó un cañonazo; las cornetas respondieron al estampido con toques de generala, y todas las fuerzas de la guarnición salieron de los cuarteles, ocupando sus puestos de alarma. La escolta del general, ciclistas, auxiliares, guerrilleros, macheteros, tiradores, todos formaron, sin que faltase uno solo.

Aun recuerdo esa noche inolvidable, más angustiosa que el mismo día; a cada momento esperábamos oír el estampido de los cañones, pensando en los horrores de un bombardeo nocturno, y por esto no debe extrañarse la alarma que el disparo produjera. Todo se redujo a que un cabo de cañón del Concha, examinando su