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A. RIVERO
 

dulita Cottes, María Juana Hernández y Juanita Marién, todas de la Cruz Roja, y que durante el bombardeo visitaron, bajo el fuego enemigo, la mayor parte de las ambulancias de la ciudad y el hospital de sangre.

Los facultativos Francisco y Pedro del Valle, José F. Díaz, y Coll y Toste, recorrieron más de una vez todas las ambulancias; yendo el segundo, que era inspector local, varias veces hasta Santurce. Gran número de mujeres del pueblo rivalizaron en actos de valor y generosidad, distribuyendo agua, cigarros, café y frutas a los soldados y voluntarios; en alguna ocasión tuvieron que intervenir las autoridades para que se retirasen de los sitios más expuestos de las murallas.

También resultaron con heridas Miguel Sánchez, Miguel Villar, José Arnáu (músico), Juan Cataño, Martín Cepeda (el manco de San Cristóbal), Arturo Fontbona (sargento de artillería), Faustino Cordero, Andrés Fiol, José Moreno, Vicente Navarro, Isidoro Mercader, Rafael Aller (cabo), José Claro, Teodoro Rico, José Pascual, Lucas Manso, Vicente Martínez, Guillermo González, Juan Antonio Mellado, José Aguilar Sierra (artillero, que falleció) y Justo Esquivies (soldado del Provisional, número 4, que también murió), Salvador García, Juan Hernáiz, Jesús Zapico y Miguel Bona. Todos estos heridos eran soldados o clases, y algunos, muy pocos, auxiliares. También resultó herido el teniente Barba, agregado al Cuerpo de artillería, y Domingo Montes y José Sierra, que fallecieron.

Además de los casos asistidos en los hospitales a cargo de la Cruz Roja, en el Hospital Militar de la ciudad, al cuidado del Ejército, ingresaron 15 heridos, dos de ellos en estado agónico, que fueron Nicanor González y Martín Benavides, los cuales fallecieron poco después. Se amputaron, con buen éxito, dos brazos. Era director el médico militar Carlos Moreno, y tenía a sus órdenes a los del mismo Cuerpo, Jerez, Pinar, Blanes e Izquierdo.

Después del bombardeo.—Días después del ataque a San Juan por la Escuadra americana, y más tarde, cuando fuerzas enemigas desembarcaron en la Isla, gran desaliento se apoderó de muchos habitantes de la ciudad, y hasta algunos de sus defensores pensaban, con demasiada frecuencia, en el término de la guerra. La Cruz Roja, en sus dos ramas, fué un ejemplo de valor, de abnegación y constancia. En ningún tiempo uno solo de sus miembros abandonó el puesto de honor que se le confiara; cuando muchos hombres, tenidos por valerosos, buscaban alivio a sus dolencias reumáticas en las termas de Coamo, o agobiados por los calores de julio y agosto colgaban sus hamacas en las trondas de Toa Alta, Guaraguao y Guaynabo, y otros llegaron más allá de nuestras playas, las damas y los hombres que ceñían el brazal de la Cruz Roja ni temieron ni vacilaron. En las ambulancias de emergencia y en los hospitales de sangre se monta guardias noche y día, y cuando se firmó armisticio, y no hubo más heridos que curar ni graves riesgos que correr, la Cruz Roja continuó en su noble labor, aliviando, en sus enfermedades y penurias, a los soldados que eran repatriados, socorriéndoles con ropas, medicinas, dinero y otras dádivas.