del anteojo permitió sufrir más y ver mejor, comprendí que nuestro buque estaba fuera de combate. Unas banderas subieron a su palo mayor; el vigía del castillo acudió con su código de señales; di los colores, y todos pudimos leer estas palabras: «Tengo heridos a bordo. Auxilios médicos.»
Esta señal fué trasladada ala Comandancia de Marina por el semáforo, y en el acto, el remolcador Guipúzcoa se hizo a la mar, llevando a bordo al médico de la Armada, Pedro T. Arnáu, alcanzando al destróyer en la misma boca del Morro, donde prestó auxilio a los heridos.
El Isabel II, después de convoyar por algún tiempo al Terror, se situó frente al cementerio y muy cerca de la costa, y allí permaneció hasta la noche, en que volvió al puerto. Como el destróyer hiciese mucha agua y comenzara a hundirse, avanzó la grúa flotante de Obras de puerto, aferrándolo frente al Cañuelo. Jefes, oficiales y paisanos, todos corrimos a los muelles, siendo los primeros en llegar, con sus camillas, los miembros de la Cruz Roja, que transportaron los heridos al Hospital Militar. Yo recuerdo a un marinero, llamado Eusebio Orduña, con la pierna derecha destrozada y bañado en sangre, quien, mientras lo desembarcaban en brazos, portaba entre sus manos el fusil, dando gritos nerviosos de ¡Viva España!; poco después, este heroico muchacho falleció en el hospital.
Las bajas del destróyer fueron las siguientes: José Aguilar, maquinista de primera clase, muerto; José Rodríguez, maquinista, y fogonero Rogelio Pita, heridos graves; y también muerto el marinero Orduña, ya mencionado. Tres hombres más resultaron con heridas menos graves. El Terror fué puesto fuera de combate por un proyectil, al parecer, de seis pulgadas, que penetrando por la mura de babor, sobre la línea de flotación, tocó, estallando, contra el aparato del cambio de marcha, el cual se inutilizó y los cascos abrieron en los fondos una vía de agua. Otra granada chocó contra la caja de torpedos, felizmente vacía entonces, y reventó dentro, haciendo estallar varios cartuchos de fusil Máuser que allí había; fragmentos del mismo proyectil causaron otras pequeñas averías. Aquel mismo día se comenzaron las reparaciones del buque por la casa de Abarca, cuyas obras duraron un mes, con un costo de 60.000 pesos, quedando el Terror en perfecto estado.
A las ocho y media de la mañana siguiente tuvo lugar el entierro de las dos víctimas del combate, partiendo la comitiva del arsenal con el cadáver del maquinista Aguilar y recorriendo las calles de San José, San Francisco y San Justo hasta San Sebastián, donde se incorporaron los que traían el cuerpo del marino Orduña desde al Hospital Militar. Presidían el duelo el brigadier de Marina, Vallarino, el general Ortega, el alcalde del Valle, el teniente La Rocha, comandante del Terror y el ingeniero José Portilla, amigo de Aguilar, y seguían todos los jefes y oficiales francos de servicio, la escolta del general Macías con su capitán Ramón Falcón, macheteros, auxiliares, bomberos y una masa imponente del pueblo. Las cintas eran llevadas por tres maquinistas navales y tres mercantes, y a cada lado de los coches fúnebres mar-