torriqueño, le cabrá el honor de contribuir a la defensa de la plaza si el enemigo desembarca, toda vez que San Cristóbal y sus baterías exteriores son las únicas obras artilladas que pueden batir con sus fuegos los aproches. Encargúese del castillo y comience a cargar, seguidamente, todos los proyectiles de sus piezas.
Y de esta manera salí de una bóveda del Morro, donde pasé quince días bajo la cariñosa vigilancia del capitán José Antonio Iriarte, hoy coronel del cuerpo, para entrar en el vetusto castillo de San Cristóbal, centinela avanzado de San Juan por mar y tierra. Dentro de aquellos muros y sobre aquellos elevados parapetos permanecí siete meses y diez y ocho días: todo el tiempo que duró el estado de guerra, o sea desde el 1° de marzo hasta las diez y media de la mañana del día 18 de octubre, cuando entró en el castillo, al frente de su batería, batiendo marcha los clarines, el capitán de artillería dé los Estados Unidos, H. A. Reed (hoy general y casado con una noble dama portorriqueña), quien formando sus fuerzas junto a las mías y previo el saludo militar me pidió las llaves del castillo, poniendo en mis manos la orden de entrega. Cumplimentando esa orden le entregué las llaves (que él conserva en un cuadro primoroso), las baterías, los repuestos de municiones y todos los juegos de armas y accesorios. Formadas de nuevo ambas fuerzas y a la voz de ¡Firmes! nos saludamos con los sables; dí la voz de marcha, y al frente de mis doscientos artilleros, y al son de sus cornetas que parecían gemir, bajé las rampas de San Cristóbal, donde no he vuelto a entrar.
Al embarcarse las últimas fuerzas españolas, volví a quedar en la situación de supernumerario sin sueldo, por orden del general Macías, fecha 15 de octubre y en espera de que se me concediese, como tenía solicitado, mi licencia absoluta; pero fui nombrado por el general Ricardo Ortega, con anuencia del general Brooke, desde el 16 de aquel mes, para efectuar la entrega, en detalles, de la plaza, cuarteles, parques y todos los edificios militares. El teniente coronel de artillería Rockwell había recibido del general Brooke comisión idéntica para el recibo, y de esta manera, y por azar de la suerte, fui, inmerecidamente, el último gobernador de la plaza española de San Juan de Puerto Rico: cuarenta y ocho horas duró mi mando. ¡Triste honor para un soldado!
El general Ortega con el dozavo batallón de artillería de Plaza y alguna fuerza más, se acuarteló desde el 16 en el Arsenal, la Marina izó allí su bandera, y aquel edificio fué declarado tierra española por el general Brooke hasta el día 22 del mismo mes. Ha sido un error afirmar y escribir en periódicos y libros que el general Ortega asistió a Santa Catalina a las doce del día 18 de octubre, y que hizo allí entrega de la plaza. No hubo entrega ni hubo banderas arriadas. Dos días antes, al firmarse las actas por los Comisionados, se consideró el acto como una implícita en-