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A. RIVERO
 

Asistió a las batallas que se libraron en la península frente a Richmond y a todas las demás en que tomó parte el ejército del Potomac, hasta la rendición del general Lee en Appomattox Court House. Por su conducta inteligente y valerosa fué men- cionado en el Orden del día después de gran número de combates, y a la edad de veinticinco años estaba al frente y con el mando del segundo cuerpo de Ejército, compuesto de 25.OOO. Fué herido tres veces, y muy grave en la batalla de Chance- llorsville. En mayo de 1864 fué ascendido a brigadier general y a mayor general de Voluntarios el año siguiente.

Al terminar la guerra ingresó en el ejército regular con el grado de coronel y mando del regimiento de infantería numero 40, llegando a brigadier en el 1 880 y a mayor general diez años después.

Tuvo éxito feliz en gran número de combates contra los indios Sioux, Cheyennes, Kiwas y Comanches, arrojando al jefe Sitting Bull al otro lado de las fronteras de Montana.

En diciembre de 1 877 y después de una marcha forzada de cien millas capturó al famoso jefe indio José y a toda su tribu, después de un desesperado combate que duró tres días; en 1878 capturó también al jefe indio Elk Horn y a toda su banda, cerca del parque Yellowstone.

En 1886 rindió a los guerreros indios Jerónimo y Natches, y a todas las tribus de apaches, que eran el terror de los habitantes de Arizona y Nuevo Méjico. Por estas acciones de guerra recibió las gracias de las legislaturas de Kansas, Nuevo Mé- jico, Montana y Arizona.

En 1894 tuvo el mando de las fuerzas americanas en Chicago, cuando la gran huelga de empleados de ferrocarriles.

En 1895 fué elegido general en jefe del Ejército americano.

Al estallar lá guerra hispanoamericana tomó sobre sus horhbros la organiza- ción de todas las fuerzas de los Estados Unidos, reahzando una labor de mérito ex- traordinario. En julio de 1898, y en los últimos días del sitio de Santiago de Cuba, como notara ciertas vacilaciones tanto en el general Shafter como en los jefes de bri- gada, se dirigió rápidamente a dicha población, y diez minutos después de tomar tie- rra en la playa del Siboney, hacía desalojar el gran campamento de las fuerzas des- embarcadas, ordenando darle fuego, medida radical que puso término a la epidemia de fiebre amarilla que se había desarrollado entre las tropas.

Su sueño dorado fué siempre la invasión de Puerto Rico, y por esto ideó atacar esta isla antes que la de Cuba. Sus planes se condensan en el siguiente párrafo de su libro, Serving the República páginas 273 y 274:

«Bajo tales condiciones, el mejor partido a seguir era, indudablemente, el de cortar en dos las fuerzas del enemigo, destruyendo su poder en la parte más débil. Puertc Rico y la mitad oriental de la isla de Cuba eran, a mi juicio, los verdaderos objeti vos para las operaciones de nuestro Ejército. Mientras yo estaba defendiendo estaí