del almirante Sampson, ya fué tarde para que el Congreso tomase acción recono- ciendo sus servicios, y por ello no tuvo recompensa alguna.
El año 1910, acompañado de Roberto H. Todd, visitaba yo, precisamente en la fecha «Decoration Day», el cementerio nacional de Arlington Heights (Virginia), cuando nos detuvimos frente a la tumba del almirante Sampson, muy cercana a la del general Guy V. Henry.
Al recordar la sorpresa y sustos del 12 de mayo de 1898, no pude menos que perdonar al muerto y elevar una oración por el eterno descanso de su alma.
EL CORONEL D. JUAN CAMÓ Y SOLER
Fué, durante la guerra y mucho tiempo antes de su declaración, jefe de Estado Mayor de la Capitanía general de Puerto Rico. El general Macías, quien había sido destinado a esta Isla, en substitución del de igual empleo D. Andrés González Muñoz, para implantar en ella el régimen autonómico decretado en 25 de noviembre de 1897, dedicó todo su tiempo y todas sus actividades al buen desempeño de la difícil tarea que le había sido encomendada por el Gobierno de España, permane- ciendo inactivo, y en ocasiones hasta aparecer ignorando sus funciones de capitán general, por haberlas declinado, en su jefe de Estado Mayor. Éste, hombre maduro, de no vulgar ilustración, pequeño de cuerpo, pero grande de voluntad y carácter; hosco, reservado, despótico en grado sumo, no admitía ré- plicas ni observaciones de persona alguna. Jamás enmendó su criterio. Fué siempre señor y dueño de las fuerzas militares que guarnecían la Isla, y hacía y deshacía a su antojo, procurando, en todos los casos, contrariar a sus subordinados, y aun a los de su misma o superior categoría. Ordenancista exagerado, nunca permitió que se le apease el Usia, ni concedió esos favores que, tan usuales son, en las oficinas del Estado Mayor; nunca supo decir que sí, y ni los propios jefes de batallón se vieron libres de sus durezas y humillantes fiscalizaciones, casi siempre nimias y sin fundamento. Fué una losa de plomo, un martillo pilón, que gravitó y batió, por muchos años, sobre todos los que tuvieron la desgracia de caer dentro de su amplia jurisdicción. Por esto era mal querido en cuar- teles y cuartos de banderas, no gozando entre el elemento civil de mejor reputación ni de mayores simpatías; y así, cuando se embarcó para Cádiz, después de firmarse el Armisticio, fué el único jefe español a quien nadie acompañara a bordo; y no hubo entre las suyas una sola mano amiga que las apretara en despedida, y los periódicos, con sorprendente unanimidad, le dedicaron sueltos y artículos, que eran verdaderas diatribas. Derrochaba sus horas, de laboriosa actividad, pues trabajaba de sol a sol, y aun de noche, en minucias de guarnición para impugnar los gastos menores de los Cuer- pos armados, haciendo reparos al precio de una botella de tinta o de una olla para