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A. RIVERO
 

nario de Hacienda, de apellido Vega-Verdugo, autor de unas tarifas sobre ingresos, que habían soliviantado al país, produciendo extraordinaria efervescencia; la población en masa organizaba una silba monstruosa para recibir al vapor. El Gobierno, y con él la Policía y Guardia civil, estaban alerta, dispuestos a reprimir aquel acto, metiendo en cintura a sus promovedores.

Don Ramón escribió entonces en su periódico: «Parece que los pitos y otros aparatos de hacer ruido alcanzan una gran demanda; pronto se agotarán las existencias en quincallas y ferreterías.»

Y al siguiente día: «Una persona, que parece saberlo, nos aseguraba hoy que si se sopla con bríos un buen pito desde el tinglado del muelle, se oirá perfectamente el sonido a bordo de cualquier vapor correo anclado en el puerto. Estos son asuntos de acústica en que no somos peritos.»

Sus célebres semblanzas estuvieron en boga durante mucho tiempo, dando gran impulso a La Correspondencia, que se vendía a chavo, moneda de cobre en circulación y cuyo valor era poco más de un centavo.

Ramón B. López, hombre de ideas avanzadas, largo de pluma y suelto de lengua, no fué nunca bienquisto en el Palacio de Santa Catalina; Camó lo miraba de reojo y Miquelini, jefe de la Guardia civil, lo tenía anotado en su libro verde de sospechosos.

Al estallar el conflicto hispanoamericano es cuando se agiganta la figura de este noble portorriqueño. Su hoja diaria fué un clarín vibrante de lealtad y patriotismo, dando a España lo que a España correspondía; pero manteniendo siempre, a veces con gran riesgo de su libertad, los fueros del terruño, que tanto amaba.

En aquellos días, cuando muchos valientes buscaron refugio en las montañas o en el extranjero, López se traslada a su oficina; allí establece su Cuartel General, y, en ocasiones, él solo, y otras con ayuda de algún reportero, llenaba las planas de La Correspondencia de interesante lectura, que era fiel reflejo de cuanto acontecía durante aquel período de nuestra Historia.

El 12 de mayo es herido en su propia casa por los cascos de un proyectil, y tan pronto lo curan en la ambulancia, de primera intención, corre a su pupitre y redacta una información del bombardeo, que aun sorprende por lo extensa, exacta y nutrida.

Cuando el espíritu público declinaba y muchos hombres sentían vacilaciones, rayanas en debilidades, Ramón B. López los llamaba al deber a latigazos, unas veces, y otras con finísimas ironías. Son muestras de peregrino ingenio estas noticias de su diario:

«Un amigo nuestro nos ha pedido precio por la impresión de dos mil folletos que piensa publicar para venderlos a 50 centavos ejemplar, titulado Los embriscados. El aludido libro se dividirá en cuatro capítulos. El primero dedicado a los embriscados pudorosos, que se marchan a escondidas por las noches; el segundo a los intermitentes, que vienen por las mañanas y se ausentan por las tardes; el tercero a los eventuales, que desaparecen en cuanto circulan rumores de peligro, y el cuarto a los fijos,