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A. RIVERO
 

El diario madrileño, al estampar sus nobles sinceridades, y en el calor de las- amarguras del momento, fué bastante más allá de lo justo. No era el caso de España el del inquilino a quien se desahucia; ni el del pródigo a quien se incapacita; ni me- nos el del intruso a quien se echa. Fué el del enfermo operadp de cataratas, a quien se quita la venda para que con nuevos ojos pueda percibir las realidades de la vida.

Ea leyenda de oro, iniciada por Colón y sus compañeros, no se cerró para siem- pre. El libro que la sustenta permanece abierto, y otros hombres escriben en sus páginas.

Este libro es conservado, con amor y con respeto, por cubanos, portorriqueños y uruguayos; por los que viven a orillas del canal que une los mares surcados por Colón con las inmensidades del Pacífico avistadas por Vasco Núñez de Balboa desde las montañas de Darién; por los que alientan en Méjico y Perú, descubiertos y con- quistados por Cortés, Pizarro, Valdivia y Almagro; por los que navegan en el por- tentoso Amazonas donde refrescaron sus cuerpos, al bajar de los Andes, Orellana y sus guerreros; por los que avaloran las riberas del Plata, donde plantaron sus tiendas, después de incomparables hazañas, los arcabuceros de Juan de Solís y Diego García, y, también, por los que pueblan los remotos confines del mundo americano, donde aun perdura el recuerdo de aquellas naves, guiadas por Fernando de Magallanes, que,,, a través de inexplorados estrechos, llevaron hasta Oriente, y allí plantaron los estan- dartes de España trazando con sus quillas en todos los mares del globo el primer de- rrotero que lo circundara.

Son continuadores de aquella leyenda inmortal 20 pueblos, soberanos casi todos,, que habitan las inmensas tierras descubiertas y civilizadas por los hijos de España. Estamos orgullosos de nuestra progenie, y hoy, ya extinguidos los dolores que acompañan a todo alumbramiento, sólo amor y respeto sentimos hacia la madre, que aun se resiente de su admirable fecundidad.

No fué arrojada de América la Nación descubridora por causas de afrenta. Fué ley fatal e ineludible.

Llegó el instante en que la simiente, hasta entonces dormida, estalló, y sus bro- tes taladraron la tierra, buscando, en el sol y en los gases de la atmósfera, calor y alimento, que los convirtiera en árboles robustos y fructíferos.

No se plegó aquella bandera de sangre con reflejos de oro — ^más sangre que oro fué su divisa — ; es que ya dejó de ser el guión que llevaba a los guerreros al com- bate, para convertirse en el manto de amor con que la madre cubre a sus hijos.

Mater admirabilis y heroica, aún más heroica en sus infortunios, sólo debe espe- rar gratitud y respeto de sus hijos de América.

Y por esto, cuando el Alfonso X/// trajo a Puerto Rico su pabellón de guerra, pero como símbolo de paz, las manos pulidas de nuestras bellas mujeres lo cubrie- ron de rosas, azahares y azucenas, flores trasplantadas a nuestros jardines desde los^ cármenes de Granada y de Valencia.