pensar, á cualquier espíritu experto, en un escritor malogrado.
Abrió Arturo la ventana á la luz matinal, que puso sus pensamientos en cada volumen, en cada cacharro. El gabinete, con su lujo severo, presidido por un mármol de Diana, hablaba de los gustos de su dueño.
La mesa invitaba, y Arturo se sentó. Salieron de los cajones cuartillas limpias y otras plagadas de garabatos de tinta. Podía leerse en ellas, con el sentido de las estrofas, la nerviosidad de una mano que no obedece, el terrible trabajo de un giro, diez veces hecho, que busca elasticidad, fuerza ó gracia, y muere al fin estrangulado ó fugitivo.
— Veamos —exclamó— cuáles están más blancas.
Leyó las escritas y alzó los ojos. Un grupo de gitanos en una pandereta, reía de los bailes de un payaso. Los gitanos y el mismo payaso parecían reírse de sus versos.
— Ya veréis —dijo él, rompiendo las cuartillas.
Hoy es otro día ¿no es cierto?
La pregunta iba dirigida á un árabe, de manto azul y albornoz blanco, que oraba en actitud hierática y difícil. Era la imagen de la fé y la paciencia.