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126 — Arturo Trailles

no había qué preguntar; esa noche se cantaba el «Rigoleto.»

— Se está descomponiendo — exclamó un negro que pulverizaba las coronas de jazmines. Hubo un cuchicheo, una bisbiseante consulta, y la tapa de vidrio cayó sobre el ataúd.

Poco á poco se fué el fétido olor que había empezado á llenar la sala.

Aquel vidrio frágil y transparente era ya muralla que separaba al muerto de la vida. Por él se había alejado más, mucho más, aunque aún se le veía manchado en sangre que ya no secaba un algodón piadoso.

El silbato de una máquina sonó á lo lejos como un grito prolongado de angustia, y como una ola en la playa, vino á detenerse sobre el rostro inmóvil del cadáver. La brisa que entraba del jardín, hacía correr cera de los hachones en largos hilos. Los retratos al óleo, como si conservaran la ternura de la casa, parecían evocar antiguas escenas familiares, melancólicamente pensativos.

En una silla se puso al Cristo de marfil, que dentro del ataúd había exhalado su brillo, como el consuelo de una idealidad sin color describible, pero dulcemente luminosa. Y allí por entre las coronas, asomaba otro de bronce con un vivo reflejo duro, que hacía pensar en el juez de hierro.

Arturo sintió una pena infinita ante aquellos