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UNA EMBOSCADA

antojaba meditando en una atmósfera de melancolía.

—Adelante... ¡Adelante!

La orden de Monteros, significaba retroceder hasta la ruina, que podía convertirse en asilo. La esperanza pasó por los ojos del grupo con su magia suprema; los proyectiles silbaban siempre implacables,

—Cambia el paso, que hacés equivocar.

Alguno que rió de la ocurrencia del viejo criollo, dejó su sonrisa á la muerte, mientras el negro batía la marcha agitándose como un inspirado. Era el númen de una raza, la voz de sus muertos, el himno y el clamor de sus glorias desconocidas, lo que vibraba en su alma, y estridente repercutía en el parche.

—Adelante, hijos míos.

La ternura embargaba la voz del capitán, conmovido por la noble, serena abnegación. Ya estaban á cincuenta metros del convento. ¿Qué les impedía correr á guarecerse? ¿Acaso esta acción amenguaría la gloria?.... Las auras llenas de trébol, pasaban siempre con el aliento de la pampa argentina.

Silbó terrible una granizada con algo de estremecimiento rabioso; hubo como el estallido de un corazón gigantesco que se pÁra; y en medio de abrumador silencio, Monteros se detuvo. Inclinado sobre el negro, la piedad heróica iluminaba su rostro, y parecía el