y me dirigí á la sala. Busqué los fósforos en el umbral, y entonces se produjo en mí algo raro. Las estrellas parecían tener los ojos fijos sobre la casa, como si fuese lo único digno de mirarse en la tierra. La llama del farol me pareció con un espíritu regocijado al verme, como si tuviera miedo de alumbrar la soledad del patio.
Entré á tientas y encendí luz. El crujido de un mueble repercutió en mi cerebro, dí un salto y me ví en un espejo, con sonrisa forzada. Pues señor, pensé, ¡vaya un valiente! y determiné que era estupidez sentirse intranquilo.
Dos viejos grabados ingleses me atrajeron. Uno de ellos representaba un joven que, con infinita tristeza miraba desde un buque alejarse las costas en la bruma. Allá adentro sentí una voz — ¿lindas cosas, eh? decía, ¿no sigues? — Comprendí su tono de burla, sonreí y penetré á un dormitorio.
Las cómodas abiertas se me antojaban robadas; la cama con un colchón de través, no tenía colcha ni almohadones; en el tocador se veían frascos de remedios.
Recorrí tres cuartos en el mismo desorden. El soplo de la muerte, después de helar la vida de los habitantes, parecía aun estar allí helando en el terror las cosas.
Es imposible, me dije, que no haya nadie, y dí dos palmadas que repercutieron sonoras.