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Página:Cuentos (Lugones).djvu/13

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LEOPOLDO LUGONES

miraba llorar a la pobre vieja, que su traje negro era de luto por su padre y que su madre había muerto cuando él nació. Pasaron así, largos, muchos días de silencio extenuantes. Alberto no hablaba a la abuela porque no sabía que decirla, y la señora, viendo al chico tan triste, no podía sino llorar más, comprendiendo que semejante tristeza era inconsolable. Porque ella sabía muy bien que los primos eran novios y que por lo tanto tenían que llorar mucho si eran novios de verdad.

Fué entonces que Alberto se hizo cazador de mariposas. Aprendió a manejar la red con delicadeza, a clasificar las lindas prisioneras, a colocarlas muy artísticamente en lucidas vitrinas, cada una en su alfiler, con las alas bien tendidas. Aquello le distraía, por más que ciertas veces, sobre todo en la tarde, cuando manchaban el cielo grandes colores desvanecidos y los árboles se vestían de silencio, llorase un poco todavía recordando estas palabras de Lila: "Si me olvidas, yo te recordaré de algún modo, tenlo seguro, que no he dejado de quererte". Pero no lloraba mucho en verdad, y cada vez lloraba menos.

Poco a poco las mariposas llegaron a preocuparle por completo, y ya no tuvo otro cuidado, que su colección, cada día más brillante y numerosa. La abuela; viéndolo contento, fomentaba aquella silenciosa y honda afición, y nunca tuvo Alberto que lamentar la falta de un alfiler o de una vitrina. Pronto Lila no fué para él sino un recuerdo: aunque la queria mucho, ya no experimentaba ninguna necesidad de llorar. Ahora pensaba: — Si viera mi colección!... Nada más pensaba. Verdad es que sólo tenía diez y siete años. Yo también tuve una novia a los diez y siete años, pero ella murió en mí entre una noche y una aurora. Así están hechas las cosas: para que haya en el mundo cosas tristes y nada más.

Quedamos; pues, en que Alberto no lloraba ya por Lila. Además, sucedió algo que vino a interesarle sobremanera.

Una tarde paseaba con su red abierta bajo los tilos del jardín. El sol, como un cáliz volcado cuyo vino ardiente se derramaba en olas sangrientas sobre una tremenda pompa sacrílega, bajaba entre nubes goriosas. Había silencio bajo los árboles. De repente, sobre una