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LEOPOLDO LUGONES

susurraban un airecillo tirolés. Y la infalible de su acierto sorprendía.

Ni los juegos ecuestres que la húngara de lozanas piernas ejecutaba, ni los equilibristas japoneses, ni los excéntricos yanquis, ni el ciclista francés con sus paradójicas geometrías, ni el parque zoológico con sus curiosidades, entusiasmaban tanto al público como aquella suerte de la pluma. Había de veras algo artístico en el juego fino y elegante da aquel payaso, que vestía todo de blanco como el "Gilles" de Watteau; una especie de flexible esgrima, en complicación de curvas silenciosas como los trazos de un blando lápiz, cierta vaga angustia en aquella destreza obligada a luchar con el aire, como con un duende invisible, y hasta cierto incentivo de azar en la indecisa levedad de esa pluma...

—¿...Te acuerdas Gabriela?

El payaso estaba enamorado, sin embargo; y este "sin embargo" es un mérito que le agrego, pues bien se sabe cuánto rompen el equilibrio las palpitaciones de corazón. Estaba enamorado de una muchacha rubia que una noche le tiró flores a la pista. Sola en su palco, afrontó sin desconcertarse el murmullo de asombro canallesco que semejante arte produjo: y el payaso, admirado de aquel heroismo que le llenó el pecho con un calor de buen vino, la adoró.

Nunca había amado en serio, absorto desde chico por la preocupación de su arte, distrayendo apenas tal cual noche en parrandas de camaradería, cuya torpeza no incitaba a reincidir.

Pero aquella muchacha galante, con su excesivo perfume de flor estrujada, su fugacidad de capricho y sus intrínsecas maldades de ponzoña, le enloquecía. Llegó a querer todos sus artificios — sus artificios más que sus encantos — las falsas ojeras, el carmín comprado, el lunar postizo y hasta el ceceo que acaramelaba sus palabras. Y el idilio duró un mes, al cabo del cual tuvieron una disputa.

Berta sostuvo (se llamaba Berta) que aquello de la pluma no podía ser. Que tenía un peso en la punta y por esto caía tan bien, o alguna pega, o algo, ¡que sabía ella!... ¡Nunca había estado en circos!... Dijo mil disparates hirientes, y por último sostuvo que debía tratarse de un imán.