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LEOPOLDO LUGONES

—Manzanas en febrero! Cuando no son todavía más que bolitas verdes de insoportable aeritud.

Todo lo cual fué empeorado aún por el aturullado Braulio, que añadió con la falsedad más visible de este mundo:

—Buscábamos manzanas...

La tía adoraba a Naira; pero tenía, respecto al decoro, escrúpulos tiránicos, y hasta cierto inconsciente escándalo de solterona — azás inconsciente por cierto, pues gozaba de una inmensa bondad — ante el esplendor de aquella primavera.

Así, no pudo menos, mientras endilgaba por un brazo a la chica en autoritario rumbo de hogar defendido, no pudo menos de volverse hacia Braulio, diciéndole con la indignación irónica que merecía su falsedad:

—¿Manzanas, atrevido? ¡Están verdes!


Los chicos, a decir verdad, no se habían dicho una palabra, y hasta ignoraban el secreto de su encanto. Los catorce años de él y los doce de ella, eran demasiado ignorantes para definirlo; pero, despedido Braulio inexorablemente de la casa de Naira, el dolor habló en él y muy luego comprendió que estaba enamorado.

El ridículo incidente del manzano, había cavado, no obstante, un abismo para el chico. Aun hallando sola a Naira, jamás hubiese osado declararle su amor. Entonces, después de bien padecer, como es justo, decidió emplear el lenguaje de los símbolos, caro a los amantes, ideando una estratagema.

La estación fué mala. El manzano perdió casi toda su fruta antes de que llegara a pintar. Verdad es que algo insólito concurría a agravar las naturales plagas, pues durante varias noches la tía creyó oir ruidos en el árbol: quizá alguna comadreja. Pero andaba mal de salud para levantarse, y Naira tenía miedo.

Así llegó mayo, precozmente frío para peor. La pobre tía Miseración tosía mucho, pero, enternecida por la enfermedad, mimaba como nunca a Naira cuyo perdón era ya completo.

Naira se había puesto endiabladamente bonita, la cual aumentaba, como es natural, el dolor de Braulio,