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La Máscara de la Muerte Roja

de la alegría. Esta vez eran doce las campanadas que debía dar el reloj; por esto aconteció quizá que, con mayor tiempo, brotaran más recuerdos en la imaginación de algunos pensativos concurrentes a la fiesta. Y quizá por esto aconteció también que, antes de que el eco de la duodécima campanada hubiérase hundido en el silencio, muchas personas advirtieran la presencia de un enmascarado que no había llamado hasta aquel momento la atención de los circunstantes. Y habiéndose extendido en un cuchicheo el rumor de su aparición, levantóse en toda la sociedad un expresivo zumbido o murmullo de sorpresa y desaprobación, primero, de terror; de horror, y de repulsión finalmente.

Podría suponerse que en una reunión de fantasmas como la que he descrito, ninguna aparición ordinaria tendría el poder de excitar tal sensación. En verdad, la libertad de esta mascarada nocturna parecía extraordinaria; pero el personaje en cuestión mostrábase más herodiano que el propio Herodes; y había traspasado los límites, casi indefinidos, del decoro del príncipe. Existen ciertas cuerdas que no pueden tocarse sin emoción siquiera sea en el corazón de los más empedernidos. Aun respecto de aquellos completamente abandonados, para quienes la vida y la muerte son igualmente burlescas, hay ciertos temas en los cuales no es permitido bromear. Toda la compañía parecía profundamente convencida de que en el porte y disfraz del extranjero no existía ingenio ni oportunidad. La figura era alta y delgada, y estaba