nosotros simulábamos su presencia. A las primeras luces de la mañana bajábamos las grandes persianas de nuestra vieja morada; encendíamos un par de cirios fuertemente perfumados que arrojaban solamente rayos muy débiles y fantásticos; y a su lumbre sumergíamos nuestras almas en el ensueño, leyendo, escribiendo o conversando hasta que el reloj nos anunciaba el advenimiento de la nueva Obscuridad. Entonces salíamos a la calle cogidos del brazo, continuando las conversaciones del día, vagando muy lejos hasta una hora avanzada, y tratando de encontrar entre las ardientes luces y las sombras de la populosa ciudad aquel refinamiento de excitación mental que la observación tranquila jamás puede procurar.
En tales ocasiones no podía dejar de percibir y admirar (aun cuando era lógico esperarlo de su poderosa imaginación) una habilidad analítica peculiar en Dupín. Parecía en verdad deleitarse en ejercitarla, si no precisamente en desplegarla; y no vacilaba en confesar el placer que aquello le proporcionaba. Jactábase ante mí, con risa baja y concentrada, de que muchos hombres tenían para él ventanas en el pecho; haciendo seguir a esta aserción pruebas directas y sorprendentes de su conocimiento perfecto de mis propias impresiones. Su manera de ser en tales momentos era rígida y absorta; sus ojos adquirían vaga expresión; en tanto que su voz, de registro poderoso de tenor, elevábase a un tiple que hubiera vibrado ásperamente si no fuera por su enunciación clara y perfectamente deliberada. Observando sus modales