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Cuentos Clásicos del Norte

detenerle. He aquí pistolas; ambos sabremos manejarlas si la ocasión lo demanda.—

Cogí las pistolas sin saber casi lo que hacía, y sin dar crédito a mis oídos, mientras Dupín proseguía como en un soliloquio. He hablado de su manera abstraída en tales ocasiones. Su discurso se dirija a mí; pero su voz, aun cuando no era alta, tenía la entonación empleada generalmente cuando se habla con alguna persona a gran distancia. Sus ojos, de expresión vaga, fijábanse únicamente en el muro.

—Aquello de que las voces que disputaban,—decía,— oídas por la gente que subía las escaleras, no eran voces de mujer, está ampliamente comprobado por la evidencia. Esto descarta la duda de que la vieja señora hubiera asesinado primero a su hija para suicidarse después. Hablo de esto solamente para proceder con método; porque la fuerza de Madame L'Espanaye jamás habría podido llevar a cabo la tarea de encajar el cuerpo de su hija en la chimenea, como fué encontrado; y la naturaleza de las heridas en su propio cuerpo excluye toda idea de atentado contra sí misma. Luego, ha sido cometido el asesinato por tercera persona; y la voz de aquella o aquellas personas, es la que se oía en la discusión. Permitidme ahora hacer notar, no precisamente las declaraciones respecto de aquellas voces, sino lo que había de peculiar en aquellas declaraciones. ¿Observasteis en ello algo de peculiar?—

Insinué que, en tanto que todos los testigos estaban acordes en calificar la voz gruesa como