París, donde tratando de evitar la desagradable curiosidad de los vecinos, lo tuvo cuidadosamente encerrado hasta que se recobrara de una herida en el pie causada por una astilla a bordo del buque. Su designio posterior era venderlo.
Volviendo a su casa después de una fiesta de marineros, en la noche, o más bien en la mañana del crimen, encontró al animal instalado en su propio dormitorio, en donde se había introducido forzando la puerta de un pequeño gabinete contiguo en el cual pensaba su amo tenerle seguramente confinado. Navaja abierta en mano, se hallaba sentado frente al espejo ensayando la operación de afeitarse en que probablemente sorprendió alguna vez a su dueño, mirando por el agujero de la llave. Aterrorizado al ver arma tan peligrosa en poder de animal tan feroz y tan apto para manejarla, el hombre quedó sin saber que hacer durante los primeros momentos. Acostumbraba, sin embargo, dominar al orangután con ayuda de un látigo, y a este medio recurrió en aquella circunstancia. Apenas el animal le divisó lanzóse a la puerta del aposento, luego a las escaleras, y por una ventana, desgraciadamente abierta, se arrojó a la calle.
El francés le siguió lleno de desesperación. El orangután, todavía con la navaja abierta en la mano, deteníase de vez en cuando para mirar hacia atrás y gesticular a su perseguidor hasta que éste llegaba casi a alcanzarle. Entonces echaba a correr de nuevo. De esta manera continuó la caza por largo tiempo. Las calles estaban