de que pendía el animal, arrojándolo a mi aposento por alguna ventana abierta. Probablemente esto se hizo con el propósito de despertarme. El desplome de los otros muros comprimió seguramente contra el estuco fresco a la víctima de mi crueldad; y la cal de la mezcla, combinada con el amoniaco del cuerpo, y por efecto de las llamas, había producido la figura que allí aparecía.
A pesar de que tranquilicé prontamente mi razón, ya que no mi conciencia, acerca del hecho sorprendente que acabo de manifestar, no dejó por ello de hacer profunda impresión en mi mente. Durante largos meses no pude librarme del fantasma del gato; y en este período se apoderó también de mi espíritu cierto vago sentimiento que se asemejaba al remordimiento aunque en realidad no lo fuera. Llegué hasta deplorar la pérdida del animal y a buscar a mi alrededor, en los abyectos lugares que frecuentaba habitualmente, otro favorito de la misma especie y hasta cierto punto de apariencia semejante para reemplazarle.
Una noche en que me hallaba sentado, medio embrutecido, en uno de aquellos antros de infamia, atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que reposaba en lo alto de uno de los enormes barriles de ginebra o de ron que constituían el principal mueblaje del departamento. Había estado mirando fijamente por varios minutos la parte superior del barril, y lo que causaba mi mayor sorpresa era la circunstancia de no haber advertido antes el objeto en cuestión. Acerquéme, y le toqué. Era un gato negro, muy grande, tan grande como