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Cuentos Clásicos del Norte

Diversos proyectos se presentaron a mi imaginación. A veces pensaba en cortar el cuerpo en menudos fragmentos y hacerlos desaparecer por medio del fuego. Otras, resolvía cavar una sepultura en el suelo del sótano. Luego, deliberaba sobre si sería conveniente arrojarlo al pozo del patio; o empacarlo como mercadería en un cajón con los requisitos acostumbrados, y buscar un mozo de cuerda que lo sacara fuera de la casa. Finalmente di con lo que me pareció expediente mejor que todos los anteriores. Determiné emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían con sus víctimas los monjes de la edad media.

La cueva se adaptaba muy bien para tal objeto. Sus muros estaban construidos con gran solidez, y recientemente habían sido revocados con una mezcla que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Existía, además, en uno de los muros una protuberancia causada por cierta falsa chimenea u hogar que se había rellenado para nivelarla con el resto del sótano. No puse en duda el que fácilmente se podría remover los ladrillos en aquel sitio, colocar allí el cuerpo y disponer el muro en su forma primitiva de manera que nadie pudiera percibir nada sospechoso.

Mis cálculos no me engañaron. Con ayuda de una barra de hierro arranqué fácilmente los ladrillos, y depositando cuidadosamente el cadáver contra la pared interior, lo mantuve en esta posición mientras que, con poco trabajo, volvía a rehacer el muro conforme se encontraba anteriormente. Procurándome argamasa, arena y fila-