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El Gato Negro

un bastón que llevaba en la mano la misma construcción de ladrillos tras de la cual se encontraba el cadáver de la esposa de mi alma.

Pero ¡así me libre Dios y me defienda de las fauces del Enemigo! Apenas la repercusión de los golpes se ahogó en el silencio, cuando ¡una voz contestó dentro de la tumba! Un gemido, ahogado e interrumpido primero y semejante al llanto de un niño, que pronto se elevó convirtiéndose en grito largo, fuerte y sostenido, completamente anormal y nada humano; un alarido, un chillido lamentoso, mitad de horror y mitad de triunfo, como puede oírse brotar solamente del infierno, reuniendo el grito de agonía de los condenados y la exultación de los demonios por su condenación.

Sería locura hablar de mis sentimientos. Desfalleciente, retrocedí titubeando hasta el muro opuesto. Por un momento quedó inmóvil el grupo en las escaleras a causa de su extremo horror y espanto. En el momento inmediato una docena de brazos robustos atacaba el muro. Cayó completamente. El cadáver, ya descompuesto, y cubierto de grumos de sangre coagulada, permanecía erguido ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca distendida, y echando fuego por su único ojo, estaba la asquerosa bestia cuya astucia me indujo al asesinato, y cuya voz informe me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo dentro de la tumba!