del temporal. Al aproximarnos al borde del abismo, abandonó su punto de apoyo y trató de acogerse a la argolla, de la cual, en la agonía de su terror, intentaba separar mis manos, como si no fuera suficientemente grande para prestamos a los dos seguro apoyo. Nunca he sentido pesar tan profundo como cuando le vi acometer este acto, aunque sabía que estaba loco al intentarlo, furiosamente insano por la fuerza de su terror. No me ocupé, por cierto, de disputarle el sitio. Sabía demasiado bien que lo mismo daba que tuviéramos o careciéramos de un punto de apoyo; así, le abandoné el anillo y me dirigí a popa en busca del barril. No había entonces gran dificultad para realizar esto, porque el barco volaba en redondo con bastante firmeza y equilibrio sobre su quilla, oscilando solamente acá y allá con las inmensas ondulaciones y remolinos del vórtice. Apenas me había asegurado en mi nueva posición, cuando dimos un violento vuelco a estribor y nos precipitamos en el abismo. Murmuré una agitada plegaria y creí que todo había terminado. Como sentía el agobiador mareo del descenso, apreté instintivamente mi abrazo al barril, y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos, esperando la destrucción instantánea, y me maravillaba de no sentirme ya en luchas mortales dentro del agua. Pero transcurrió un momento, luego otro. Vivía todavía. La sensación de caída había cesado, y el movimiento del buque se parecía mucho al anterior, como cuando nos encontrábamos en el cinturón de marejada, con la
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Apariencia