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Cuentos Clásicos del Norte

en volumen. Cuando hice esto, los gritos se apagaron.
Era ya la media noche y mi tarea iba a concluir. Había completado la octava, la novena y la decima hilera. Terminaba casi la última, la undécima; faltaba colocar una piedra solamente y la argamasa para asegurarla. Luchaba con su peso, y la había colocado a medias en la posición deseada, cuando partió del fondo del nicho una risa débil que puso los pelos de punta sobre mi cabeza. Sucedióla una voz lastimosa que con dificultad pude reconocer como la del noble Fortunato. La voz decía:
— ¡Ah!¡ah!¡ah!... ¡eh!¡eh!¡eh!... muy buena broma en verdad, una broma magnífica. Reirémos de buena gana muchas veces acerca de esto en el palazzo...¡eh! ¡eh! ¡eh!... nuestro vino...¡eh! ¡eh! ¡eh!
— ¡El amontillado! — dije yo.
— ¡Eh! ¡eh! ¡eh!... ¡eh! ¡eh! ¡eh!... sí, el amontillado. Pero ¿no está haciéndose ya muy tarde? ¿No estarán aguardándonos en el palazzo la señora de Fortunato y los demás? Vamonos ya.
— Sí, —dije yo;— vamonos ya.
Por el amor de Dios y Montresor!
— Sí, —repetí;— ¡por el amor de Dios! —
Mas aguardé en vano respuesta a estas ultimas palabras. Me impacienté. Llamé en alta voz:
— ¡Fortunato! —
No obtuve contestación. Llamé de nuevo: Tampoco hubo respuesta. Introduje una antorcha por la abertura que quedaba y la dejé caer