forme avanzábamos. Cuando pude observar esta última y evidente muestra de la aberración mental de mi amigo apenas me fue posible retener las lágrimas. Pensé, sin embargo, que era mejor seguir sus fantasías al menos por el momento hasta que se presentara la oportunidad de adoptar medidas más enérgicas con probabilidades de éxito. Me propuse al mismo tiempo, aunque sin resultado, sondearle acerca del objeto de la expedición. Habiendo logrado inducirme a acompañarle, no parecía desear sostener conversación sobre tópicos de menor importancia, y a todas mis preguntas se dignaba responder tan sólo: "¡Ya veremos!"
Cruzamos en un esquife el canal que separaba la isla y, ascendiendo las colinas de la playa del continente, seguimos en dirección noroeste a través de una comarca excesivamente salvaje y desolada donde no existía traza de seres humanos. Legrand guiaba con decisión, deteniéndose únicamente de vez en cuando para consultar ciertas señales que en apariencia había colocado él mismo en alguna excursión preliminar.
De esta manera avanzamos durante cerca de dos horas, y precisamente a la caída del sol penetramos en una región infinitamente más lúgubre que todo lo que habíamos atravesado hasta entonces. Era una especie de meseta cerca de la cima de una eminencia casi inaccesible, cubierta de densa arboleda desde la base hasta la cumbre y sembrada de enormes peñascos que parecían yacer desprendidos sobre el terreno, evitando en muchos casos precipitarse a los hondos valles debido simplemente