za al perro, nos encaminamos a casa en profundo silencio.
Habríamos andado quizá una docena de pasos en aquella dirección cuando Legrand se dirigió violentamente a Júpiter con un gran juramento sacudiéndolo por el cuello.
— ¡Canalla! — exclamó, silbando las palabras entre sus dientes apretados. — ¡Infernal negro bellaco! ¡Habla, te digo! ¡respóndeme al instante sin superchería! ¿Cuál, cuál es tu ojo izquierdo?
— ¡Oh, misericordia, patrón! ¿No é éte mi ojo isquierdo? — aulló el aterrorizado Júpiter, colocando la mano sobre su órgano visual derecho y manteniéndola allí con pertinacia como si temiera que su amo intentara arrancárselo.
— ¡Así me lo figuraba! ¡Estaba seguro de ello! ¡hurra! — vociferó Legrand, dejando escapar al negro y ejecutando una serie de saltos y cabriolas con gran admiración del criado quien, levantándose de donde había caído arrodillado, miraba enmudecido de su amo a mí y de mí a su amo.
— ¡Venid! Tenemos que regresar, —dijo éste ultimo;— la partida no está terminada aún. —
Y de nuevo nos condujo hasta el árbol de tulipán.
— ¡Júpiter, — dijo cuando llegamos al pie, — ven acá! ¿Estaba clavado el cráneo en el árbol con la cara hacia afuera o con la cara contra la rama?
— La cara etaba pá juera, patrón; así que los gallinasos se pudieron come los ojos con descanso.
— Bien; entonces, ¿soltaste el insecto por este ojo o por éste? — preguntó Legrand tocando ambos ojos de Júpiter.