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El Anciano Campeón

¿Quién puede ser este hombre?— susurraba la admirada multitud.

Entretanto el venerable extranjero, con su bastón en la mano, proseguía su solitaria marcha por el medio de la calzada. Cuando se encontró más cerca de los soldados que avanzaban y llegó claramente a sus oídos el redoble del tambor, irguióse el anciano en toda su altura, envuelto en sombría e inquebrantable dignidad, pareciendo que toda la decrepitud de la edad caía de sus hombros. Marchaba ahora con paso marcial, llevando el compás de la música militar. De esta manera avanzaron, la antigua aparición de un lado y toda la parada de soldados y magistrados por el otro, hasta que apenas quedaban veinte yardas de distancia en medio de ellos; y entonces el anciano, cogiendo su vara por la mitad y blandiéndola en alto como una insignia de mando, exclamó:

—¡Deteneos!—

La mirada, el continente y la actitud de mandato; el solemne y marcial timbre de la voz, acostumbrada tanto a dirigir las huestes en el campo de batalla como a elevarse hasta la divinidad en fervorosa plegaria, fueron irresistibles. A la voz del anciano y ante su brazo erguido, calló inmediatamente el redoble del tambor y la línea entera se detuvo. Un temblor de entusiasmo se apoderó de la multitud. Aquella augusta aparición, en que se cambinaban la santidad y el poder, tan blanca, tan vagamente entrevista, con sus antiguas vestiduras, podía ser únicamente algún viejo campeón de la causa de la justicia, levantado de su tumba por el