ciertas historias escandalosas que levantaron contra ella la opinión de la sociedad. Es digna de mencionarse la circunstancia de que los tres viejos caballeros, el señor Médbourne, el coronel Kíllgrew y el señor Gascoigne, habían sido en otro tiempo pretendientes de la viuda Wycherly, y estuvieron una vez a punto de cortarse el cuello por gozar del privilegio de su amor. Y antes de proseguir, quiero también dejar apuntado que se susurraba que tanto el doctor Héidegger como sus cuatro invitados se encontraban a veces algo fuera de sus cabales; cosa no del todo sorprendente tratándose de personas ancianas atormentadas por actuales sufrimientos o por angustiosas remembranzas.
—Mis antiguos y queridos amigos,— dijo el doctor Héidegger, haciéndoles tomar asiento,
—Deseo que me ayudéis en uno de los pequeños experimentos con que acostumbro divertirme a solas en mi estudio.—
Si hemos de dar fe a la historia, el estudio del doctor Héidegger era un sitio de los más curiosos: una obscura cámara, amueblada a la antigua, festoneada de telarañas y cubierta de polvo desde tiempo inmemorial. Apoyados contra el muro veíanse varios estantes de roble, cuyos anaqueles inferiores estaban llenos de infolios gigantescos y libros góticos en cuarto, mientras la parte superior guardaba los pequeños libros en duodécimo con cubierta de pergamino. Sobre el estante central había un busto de Hipócrates con el cual, según fuentes autorizadas, acostumbraba sostener con-