logo al de la luna, emanaba de la gran ánfora, reposándose por igual sobre los cuatro invitados y sobre la figura venerable del médico. Sentóse éste en un sillón de roble, de alto respaldar y primorosamente tallado, con tal aire de antigua majestad que habría podido caracterizar al Tiempo, cuyo poder jamás había sido discutido, salvo por esta afortunada tertulia. A pesar de que bebían ansiosamente en aquel momento la tercera copa del licor de la fuente de la juventud, sintiéronse casi atemorizados por la misteriosa expresión de la fisonomía del doctor Héidegger.
Pero pronto la alegre efusión de la juventud cundió por sus venas. Hallábanse ahora en la dichosa adolescencia. Recordaban la vejez, con su séquito miserable de preocupaciones, sufrimientos y enfermedades, tan sólo como un sueño desagradable del cual acababan de despertar alegremente. La frescura de alma, perdida tan temprano, y sin la cual las escenas sucesivas de la vida eran únicamente una colección de cuadros descoloridos, prestaba otra vez su encanto al porvenir. Sintiéronse como seres nuevos creados en un universo nuevo.
—¡Somos jóvenes! ¡Somos jóvenes!— exclamaban en su éxtasis.
La juventud, al igual que la vejez, borraba los caracteres fuertemente marcados de la edad mediana y asimilaba mutuamente a todos aquellos personajes. Era un grupo de muchachos alegres, casi enloquecidos con el regocijo exuberante de sus pocos años. El efecto más singular de su alegría