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La Leyenda del Valle Encantado

quiera pensión de la escuela y a juzgar a los maestros solamente como unos zánganos, tenía Íchabod varios modos de hacerse a la vez útil y agradable. Ayudaba a los granjeros de vez en cuando en las labores ligeras de la alquería, tomaba parte en la preparación del heno, componía los cercos, abrevaba los caballos, traía a las vacas del pasto y cortaba leña para combustible en el invierno. Despojábase asimismo de toda la dignidad autócrata y despotismo absoluto con que reinaba en su pequeño imperio, la escuela, y se volvía admirablemente gentil e insinuante. Atraíase a las madres mimando a los chicos, particularmente a los más pequeños; y, semejante al león audaz que acariciaba antiguamente al cordero con tanta magnanimidad,[1] solía sentarse con un chico en las rodillas mientras mecía con el pie la cuna de otro por varias horas.

Además de sus diversas habilidades, era el maestro cantor del vecindario y cosechaba muchos brillantes chelines por enseñar la salmodia a los mozos del lugar. No era una de sus menores sarisfacciones instalarse los domingos con un grupo de cantores escogidos, en el centro de la tribuna de la iglesia donde, a su entender, arrebataba completamente la palma al viejo capellán. Lo cierto es que su voz resonaba sobre todas las de la congregación; y aun hoy se escuchan en aquella iglesia gorgoritos que se dicen legítimos descendientes de la nariz de Íchabod Crane, y que pueden oírse a media milla, hasta el lado opuesto de la alberca,


  1. Alusión aun grabado y versos chabacanos de un texto antiguo de primera enseñanza.