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La Leyenda del Valle Encantado

y por las distantes colinas. Algunas damiselas iban sentadas en albardas a la grupa de su galán favorito, y su risa alegre, mezclada al rumor de las pisadas y repetida por el eco a través de las selvas silenciosas, resonaba más y más débil hasta extinguirse gradualmente por completo, quedando mudo y desierto el lugar poco ha lleno de ruido y de alegría.

Sólo Íchabod había quedado, siguiendo la costumbre de los galanes del país, para tener un tête-à-tête con la heredera, plenamente convencido de hallarse en visperas del triunfo. No pretendo decir lo que pasó en aquella entrevista, porque lo ignoro en realidad. Temo, sin embargo, que algo anduvo mal porque Íchabod salió tras corto intervalo con las orejas caídas y el aire todo desolado. ¡Oh, mujeres! ¡mujeres! ¿Era posible que esta chica hubiese estado representando con él una de sus acostumbradas comedias de coquetería? ¿Alentar las esperanzas del pobre pedagogo había sido una simple farsa para asegurar la conquista de su rival? ¡Sólo Dios lo sabe, no yo! Baste decir que Íchabod escapó con el aspecto de un salteador de gallinero más bien que del corazón de una linda dama. Sin mirar a la derecha ni a la izquierda para observar la opulencia agrícola que tan a menudo había ambicionado, fué directamente al pesebre y a puñetazos y patadas levantó con gran descortesía a su corcel del cómodo alojamiento donde dormía a pierna suelta soñando con montes de maíz y avena y valles enteros de forraje y trébol.

Era precisamente la hora nocturna de las bru-