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Cuentos de amor de locura y de muerte

—¡Señor!—llamó a Jordán en voz baja. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras—murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz—le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero en seguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho—articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dió un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós:—sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal mostruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca—su trompa, mejor dicho a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda şu desarrollo, pero desde que la