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Horacio Quiroga

gres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura.

Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregustada, y rodeados de tres o cuatro amigas se hallaron en un momento ante la cantidad suficiente de caña para colmar el hambre de eso de un mensú.

Un instante después estaban borrachos, y con nueva contrata sellada. ¿ En qué trabajo? ¿ En dónde? Lo ignoraban, ni les importaba tampoco. Sabían, sí, que tenían cuarenta pesos en el bolsillo, y facultad para llegar a mucho más en gastos. Babeantes de descanso y dicha alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a las muchachas a vestirse.

Las avisadas doncellas condujéronlos a una tienda con la que tenían relaciones especiales de un tanto por ciento, o tal vez al almacén de la casa contratista. Pero en una u otro las muchachas renovaron el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de peinetones, ahorcáronse de cintas—robado todo con perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero, pues lo único que el mensú realmente posee, es un desprendimiento brutal de su dinero.

Por su parte Cayé adquirió mucho más extractos y lociones y aceites de los necesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva, mientras Podeley, más juicioso, insistía en un traje de paño. Posiblemente pagaron muy cara una cuenta entreoída y abonada con un montón de papeles tirados al mostrador. Pero de todos modos una hora después lanzaban a un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de botas, poncho al hombro—y revól