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Horacio Quiroga

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Añá... !—murmuró Cayé—No voy a cumplir nunca...

Y desde ese momento tuvo sencillamente—como justo castigo de su despilfarro—la idea de escaparse de allá.

La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para él, que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley.

—Vos tenés suerte... dijo.—Grande, tu anticipo...

—Vos traés compañera — objetó Podeley. — Eso te cuesta para tu bolsillo...

Cayé miró a su mujer, y aunque la belleza y otras cualidades de orden más moral pesan muy poco en la elección de un mensú, quedó satisfecho. La muchacha deslumbraba, efectivamente, con sa traje de raso, falda verde y blusa amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple collar de perlas; zapatos Luis XV, las mejillas brutalmente pintadas, y un desdeñoso cigarro de hoja bajo los párpados entornados.

Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44:

era realmente lo único que valía de cuanto llevaba con él. Y aún lo último corría el riesgo de naufragrar tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación de tallar.

A dos metros de él, sobre un baúl de punta, los mensú jugaban concienzudamente al monte cuanto tenían. Cayé observó un rato riéndose, como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea cual fuere el motivo, y se aproximó al baúl, colocando a una carta, y sobre ella, cinco cigarros.

Modesto principio, que podía llegar a proporcioDin tired by Google