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Horacio Quiroga

que los cogollos y gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas la lluvia cerrada transformó al Paraná en aceite blanco, y al Paranai en furiosa avenida. Todo imposible. Podeley se incorporó de pronto chorreando agua, apoyándose en el revólver para levantarse, y apuntó a Cayé.

Volaba de fiebre.

— Pasá, añá !...

Cayé vió que poco podía esperar de aquel delirio, y se inclinó disimuladamente para alcanzar a su compañero de un palo. Pero el otro insistió:

Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡ Bandeá el río!

Los dedos lividos temblaban sobre el gatillo.

Cayé obedeció; dejóse llevar por la corriente, y desapareció tras el pajonal, al que pudo abordar con terrible esfuerzo.

Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero; pero Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillas recogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproximarse Cayé alzó la cabeza, y sin abrir casi los ojos, cegados por el agua, murmuró:

—Cayé... caray... Frío muy grande...

Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la lluvia blanca y sorda de los diluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedó inmóvil para siempre en su tumba de agua.

Y en el mismo pajonal, sitiado siete días por el bosque, el río y la lluvia, el mensú agotó las raíces y gusanos posibles, perdió poco a poco sus fuerzas, hasta quedar sentado, muriéndose de frío y hambre, con los ojos fijos en el Paraná.

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