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Cuentos de amor de locura y de muerte

to que tenía ese talento especial para morder justamente entre cruz y pescuezo, no era un perro cualquiera, por más corta que tuviera la cola. Por lo que instó repetidas veces a Cooper a que le prestara a Yaguaí.

—Yo te lo voy a enseñar bien a usted, patrónle decía.

—Tiene tiempo—respondía Cooper.

Pero en esos días abrumadores—la visita de Fragoso avivando el recuerdo de aquello—Cooper le entregó su perro a fin de que le enseñara a correr.

Corrió, sin duda, mucho más de lo que hubiera deseado el mismo Cooper.

Fragoso vivía en la margen izquierda del Yabebirí, y había plantado en octubre un mandiocal que no producía aún, y media hectárea de maíz y porotos, totalmente perdida. Esto último, específico para el cazador, tenía para Yaguaí muy poca importancia, trastornándole en cambio la nueva alimentación.

El, que en casa de Cooper coleaba ante la mandioca simplemente cocida, para no ofender a su amo, y olfateaba por tres o cuatro lados el locro, para no quebrar del todo con la cocinera, conoció la angustia de los ojos brillantes y fijos en el amo que come, para concluir lamiendo el plato que sus tres compañeros habían pulido ya, esperando ansiosamente el puñado de maíz sancochado que les daban cada día.

Los tres perros salían de noche a cazar por su cuenta maniobra ésta que entraba en el sistema educacional del cazador; pero el hambre, que llevaba a aquéllos naturalmente al monte a rastrear pa