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Horacio Quiroga

juntos en mudo trote hacia San Ignacio. En la ori lla del Yabebirí se detuvieron oliendo el agua y levantando el hocico trémulo a la otra costa. La luna salía entonces, con su amarillenta luz de menguante. Los perros avanzaron cautelosamente sobre el río a flor de piedra, saltando aquí, nadando allá, en un paso que en agua normal no da fondo a tres metros.

Sin sacudirse casi, reanudaron el trote silencioso y tenaz hacia el maizal más cercano. Allí el fox—terrier vió cómo sus compañeros quebraban los tallos con los dientes, devorando con secos mordiscos que entraban hasta el marlo, las espigas en choclo. Hizo lo mismo; y durante una hora, en el negro cementerio de árboles quemados, que la fúnebre luz del menguante volvía más espectral, los perros se movieron de aquí para allá entre las cañas, gruñéndose mutuamente.

Volvieron tres veces más, hasta que la última noche, un estampido demasiado cercano los puso en guardia. Mas coincidiendo esta aventura con la mudanza de Fragoso a San Ignacio, los perros no sintieron mucho.

Fragoso había logrado por fin trasladarse allá, en el fondo de la colonia. El monte, entretejido de ta cuapí, denunciaba tierra excelente; y aquellas inmensas madejas de bambú, tendidas en el suelo con el machete, debían de preparar magníficos rozados.

Cuando Fragoso se instaló, el tacuapí comenzaba