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Horacio Quiroga

ra, con el ceño contraído y los dientes crispados sobre la boquilla.

Fumé, quiero creer que la cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el cañaveral se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente las últimas bocanadas de humo.

Volvi en mí cuando me llevaban en brazos a casa.

A pesar de lo horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido, por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.

¡Mi hijo querido! ¡ Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el dolor que me has causado!

—¡Pero, vamos! decíale mi tía mayor — ¡no seas loca, Mercedes! ¡Ya ves que no tiene nada!

Ah! — repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso suspiro. ¡Sí, ya pasó!...

Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese pozo, Dios mío!...

El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló.vagamente de desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo para un momento de mayor calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida.

Abri al fin los ojos, me sonreí y volví a dormirme, esta vez honrada y profundamente.