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Horacio Quiroga

Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña y disparatada:

Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una mano ardida en fiebre y en un amor totalmente equivocado. En el lado opuesto, de pie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis María. Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la madre y la hermana. Y todos sin hablar, mirándonos con el ceño fruncido.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento en esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los míos y recorría con dura inquetud los rostros presentes uno tras otro, sin reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí, confiada en profunda felicidad.

¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media ho ra, acaso mucho más. Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más entre la suya.

—Todavía no...—murmeró, tratando de hallar más cómoda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron las sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando tornaban a apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas. Dos o tres veces miré exclusivamente al médico; pero éste bajó las pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo razón al fin, porque de pronto, bruscamente, como un derrumbe de sueño, la enferma cerró los ojos y se durmió.

Salimos todos, menos la hermana que ocupó mi lugar en el sillón. No era fácil decir algo—yo al menos.

La madre, por fin, se dirigió a mí con una triste y seca sonrisa:

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