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Cuentos de amor de locura y de muerte

proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido dióme no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.

69 La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa siempre fija en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba visiblemente.

—Sí, prosiguió la voz,—es el principio... Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.

Los padres de mi amada hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa asi! Pero la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo del traje era para ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural.

La primera vez que me vió decaer bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y espantados.

¡Curiosamente espantados! Me vió, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico...

Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.