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Cuentos de amor de locura y de muerte

par a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece — díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos — que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez—repuso al rato—que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así?—alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

¡Ah, no!—se sonrió Berta, muy pálida—¡ pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... murmuró.

—¿Qué, no faltaba más?

¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos!—articuló, secándose por fin las ma~Como quieras; pero si quieres decir...

—¡ Berta!

—¡Como quieras!

nos.