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cantamiento, despertó la princesa, y mirándole con ojos más apasionados de lo que parecia consentir una primera entrevista, le dijo:

—¿Eres tú, príncipe de mi corazon? ¡Cuánto has tardado!

El príncipe, encantado de aquellas palabras, y más todavía de la manera cómo habian sido pronunciadas, no sabia de qué suerte manifestar su alegría y agradecimiento, y juró y perjuró que la amaba tanto como á las niñas de sus ojos.

Sus discursos no eran ningun modelo de retórica: mejor que mejor: poca elegancia, y muchísima pasion.

El príncipe, como era natural, estaba más cortado y más torpe que la princesa. Esta al fin y al cabo habia tenido cien años para pensar durante el sueño lo que habia de decirle; porque segun parece (bien que en este punto guarde silencio la historia), mientras la princesa estuvo dormida, la buena hada le inspiró sueños dorados y placenteros. Cuatro horas llevaban ya de parlatorio y no habian llegado a la mitad del camino.

Todo el palacio dispertó al dispertarse la princesa, y cada cual se fué á sus quehaceres; pero como no todos estaban enamorados, tenian un hambre canina que les crucificaba.

La camarera mayor, á quien como á todos los demás le ladraba el estómago, no tuvo pachorra para esperar, y fué á decir á la señora que la comida estaba en la mesa. El príncipe ayudó á levantarse á la princesa, que estaba de veinticinco alfileres; pero se guardó bien de decirle que estaba vestida como su abuela, con su