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tranquilidad en sus Estados, cuya prosperidad nada dejaba que desear, pues con las virtudes de los ciudad- danos brillaban las artes, la industria, y el comercio. Su esposa era tan cariñosa y encantadora y tantos atractivos tenia su ingenio, que si el rey era dicho- so como soberano, más lo era como marido. Tenian una hija, y como era muy virtuosa y linda, se consolaban de no haber tenido más hijos.

El palacio era muy vasto y magnífico. En todas partes había cortesanos y criados. Las cuadras es- -Estaban llenas de arrogantes caballos y de bonitas ja- cas cubiertas de hermosos caparazones de oro y bordados; y por cierto no eran los caballos los que atraían las miradas de los que visitaban aquel sitio, sino un señor asno, que en el punto mejor y más vistoso de la cuadra erguía con arrogancia sus lar- gas orejas. Bien merecia la preferencia, pues tenía el privilegio de que lo que comía saliese transforma- do en relucientes escudos de oro, que eran recogidos todas las mañanas al despertar el asno.

Turbé la felicidad de los régios esposos una aguda enfermedad sufrida por la reina, que se fué agravando á pesar de haberse acudido á todos los auxilios de la ciencia y de haber llamado á todos los médicos. Comprendió la enferma que se aproximaba su última hora, y dijo al rey:

—Antes de morir quiero hacerte una súplica. Si cuando haya dejado de existir quieres volver á casarte...

—¡Jamás! ¡Jamás! exclamó el rey sollozando.

—Tal es tu propósito en este instante y me lo hace creer el amor que siempre te he inspirado; pe-

y