esposo: no eran ricos, y un viaje de algunos meses cuesta mucho dinero. Además, la estación no era la más propicia para ir a Europa, y la crudeza del invierno sería talvez mortal para el niño.
Y la pobre desde entonces vertió amargo llanto, y sólo tuvo un momento de consuelo cuando vió que su marido partía conmovido y lloroso. ¡Benditas lágrimas que fueron para ella un rayo de esperanza!... Sus temores eran, pues, absurdos... El la amaba todavía.
Nevaba. Los carruajes que desembocaban sin ruido en la calle de Richer se detenían en el círculo luminoso que proyectaban los faroles de «Folies Bergeres», para vaciar bajo la marquesina del teatro su cargamento de mujeres alegres.
De un cupé descendió una pareja que atrajo las miradas de los curiosos. Ella, era alta, blanca, de pelo castaño, hermosos ojos pardos, agrandados por rizadas pestañas, cuerpo airoso y andar de reina; él, bien formado, de rostro varonil, correctamente trajeado, pero con ese algo indefinible que en París delata a la legua al forastero.
Así que se hubieron despojado de sus abrigos de pieles, se sentaron en un diván y pidieron una copa de menta.