¿En qué pensaba? Diez meses antes se había alejado por segunda vez de aquellas playas que de un momento a otro iban a surgir ante su vista; diez meses hacía que embriagado por la perfumada atmósfera de la Babilonia moderna, había arrancado de su mente el recuerdo de la tierra donde nació, donde amó, de aquel rincón bendito que guardaba las cenizas de sus mayores y también ¡ay! las de su hijito. ¿Cómo presentarse ahora ante la santa mujer cuyo corazón había destrozado tan villanamente? ¿Le perdonaría ella el insulto, la traición y sobre todo el silencio, el inconcebible silencio que guardó al saber la muerte de Luisito? Ahora, libre de la fascinación de la ciudad maldita, al respirar de nuevo las brisas de la patria, pudo comprender Federico toda la monstruosidad de su conducta. Por su memoria desfilaron como en la cinta de un cinematógrafo, las escenas de su niñez y de su juventud, las imágenes de las personas queridas, el cuadro del hogar venturoso, el bello y moreno rostro de su compañera y aquella cabecita rubia que ya no volvería a cubrir de besos.
En el confín del horizonte, hacia el poniente, surgió de pronto una línea oscura: poco a poco sus borrosos contornos se fueron dibujando con más precisión, y por último los azules picos de las montañas costarricenses aparecieron sobre las aguas.
¿Volvería a surgir de sus ruinas el dulce hogar tan torpemente destruido? ¿Encerraría tal tesoro de abnegación el alma de su esposa que