El vapor ancló a las nueve de la mañana. Un tren expreso estaba listo para conducir a los viajeros a la capital: apenas el tiempo indispensable para sacar de la aduana el equipaje y prevenir con un telegrama a Ernesto. Federico no encontró en el puerto ninguna cara conocida. Mejor.
El tren llegó de noche a San José, bajo una lluvia torrencial. La estación estaba desierta: una berlina condujo a Federico al Hotel Imperial, en donde se hospedó con un nombre supuesto. ¿Habría recibido Ernesto su telegrama? Estaba impaciente por verle para pedirle noticias de Adela.
Dieron las ocho, y no pudiendo dominar su ansiedad, resolvió interrogar mañosamente al camarero que le sirvió la cena.
¿Qué le contó aquel hombre? ¿Conversó realmente con alguien aquella horrible noche? ¿No era todo una espantosa pesadilla?
Bajó las escaleras como un loco y se lanzó a la calle azotado por el viento y por la lluvia; corrió a su casa y la encontró cerrada, oscura y triste como una tumba; voló a la de Ernesto y un criado confirmó la fatal noticia.
Regresó al hotel tan anonadado que ni siquiera se le ocurrió quitarse la vida para librarse del dolor y de la vergüenza. ¡Oh! los miserables!...
Hacía apenas algunas semanas que ella había