34 Carlos Gagini
diendo socorro a los mismos a quienes defendió con su fusil; aquellas herramientas, brillantes aún como un trofeo, proporcionaron al carpintero estropeado la medicina para el niño moribundo, pero no lo suficiente para comprarle el ataúd.
De todos esos lúgubres objetos brota un coro de llantos que hiela el alma, pero que en el empedernido corazón del usurero resuena como una alegre música de monedas.
Durante largos años la covacha, con las fauces abiertas como un dragón, devoró hasta los últimos harapos de la miseria y se hartó de dolores.
Las prendas pignoradas se convirtieron poco a poco en oro que fue a hacinarse en el sótano, en montón siempre creciente. Y cuando un día el usurero, oprimiendo contra su pecho el precio de las últimas prendas realizadas, bajó al escondrijo para revolcarse sobre su infame riqueza y embriagarse con el perfume del oro, resbaló en los peldaños y fué rebotando de cabeza hasta el fondo de la cueva. Pero al chocar contra el pavimento de monedas, no se oyó el alegre tintineo del oro. Hundióse su cuerpo en algo frío que mordía sus carnes, en algo muy amargo que invadió su boca, que le llenó la garganta, las entrañas, todos sus poros, ahogándole lentamente, tras largos siglos de infernal agonía.
El sótano se había convertido en un lago de lágrimas.