78 Carlos Gagini
los dos sucesos que trazaron el rumbo de toda mi vida. Fué el primero mi casamiento. Mi protector se enamoró de mí, y no pude negarle mi mano. ¿Cómo pagar con una cruel negativa la solicitud de aquel hombre generoso que había sido para mí el mejor de los padres? Era yo entonces casi una chiquilla, ignorante del mundo y con la mente poblada de extrañas fantasías. De temperamento apasionado y vehemente, me había forjado acerca del amor una peregrina teoría: creía que Dios encarnaba en cada individuo apenas la mitad de una alma, colocando la otra en una persona del sexo contrario, y que cuando esos dos seres se encontraban frente a frente, atraídas por irresistible afinidad las dos porciones se fundían, se soldaban de un modo indisoluble y resultaban así los matrimonios perfectos. ¿Dónde habitaba, pues, la otra mitad de mi alma? ¿Estaba yo condenada a no encontrarla nunca? ¡Cuán pronto ¡ay! y cuán tarde salí de mi error!
En extremo aficionada a la lectura, nunca dejaba de hacer buen acopio de libros en cada una de las ciudades que visitaba. Sola en una fonda de Madrid —mi marido estaba en Toledo— leí una noche un tomo de versos comprado el mismo día; lo leí de un tirón, trastornada y febril. ¿Qué mágico hechizo ejercieron sobre mí aquellas estrofas apasionadas, candentes, para disipar de un soplo la serena placidez de mi existencia, arruinando mi felicidad para siempre?