gotillo negro, y en todo el camino no se interrumpió un instante su íntima y animada charla.
—¿Has visto a Luisito?
—He ido tres o cuatro veces a tu casa y tanto él como Adela están perfectamente. Y tú ¿has gozado mucho?
—Bastante, contestó el viajero suspirando; pero te confieso con sinceridad, Ernesto, que me he arrepentido de haber ido a Europa. Antes vivía yo tranquilo en este rincón, que era para mí el más bello de la tierra; pero después de haber pasado seis meses en un mundo tan superior en cultura y de una vida intelectual tan intensa, comprendo que ya no podré resignarme a vegetar aquí como en otro tiempo.
—La canción de todos los que van por allá abajo: se meten en trapicheos amorosos con alguna francesita pizpireta, y vienen luego a renegar de la tierra natal. Tú has tenido algún lío, Federico, no me lo niegues.
El aludido iba a contestar, pero en aquel momento el carruaje se detuvo a la puerta de una casa de bonita apariencia. En el umbral estaba una joven morena, de ojos negros y rasgados, cuyo pecho palpitaba de emoción bajo la suelta bata blanca que dejaba adivinar un cuerpo bien modelado.
Tenía en los brazos un chiquitín rubio y regordete que tendía los suyos al recién llegado.
La cena fué bulliciosa y cordial; sin embargo, una leve nubecilla que no pudo pasar inadverti-