la civilización como cualquier campamento de salvajes.
Pues bien: la primera sorpresa que llevé en Villaporrilla fué ver que sus casitas blanquísimas no eran ni blanquísimas ni casitas, sino especie de zahurdones del color del barro, medio ruinosos, de apariencia imposible de poetizar. Hasta un momento antes de llegar, el paisaje es bello; pero sus alrededores, como si la Naturaleza tuviera asco del mísero pueblo y le formara corro a distancia, consistían en raquíticos huertos y gran cantidad de estercoleros y lagunas cenagosas en que a su placer embarrábanse los cerdos. La iglesia era una casa poco más grande que las otras. Y el pozo del ejido, que no faltaba, verdaderamente, sería de agradable parecer a no estar rodeado de charcos y constituir como el cuartel general de los susodichos montones de basura.
¿Creéis que acudían ninfas en traje corto a sacar el agua? ¡Oh, qué caras, Dios mío! Muchachas desgreñadas, sucias, feísimas, con el color del paludismo, barrigonas, descalzas... Cerca estaba el cementerio. Cuatro tapiales, desportillados por más de un sitio, y en paz.
En Villaporrilla dejó de parecerme "buen corazón" su señor alcalde, aunque siguió pareciéndome coloradote, y brutote, sobre todo.
Además, a los pocos días me convencí de